Ruinas de nosotros mismos

Por: Carlos Zermeño, Profesor (que admira las piedras)

En un mundo tan al borde del colapso ecológico, tan desechable, tan de un uso, algunas ideas parecen profundísimas y conmovedoras. Los japoneses tienen una práctica muy antigua llamada kintsugi, que consiste en reparar cerámica y enfatizar las grietas con pintura dorada. Resulta que no es invento de internet y significa lo que crees que significa: que el paso del tiempo y el daño forman parte de la esencia del objeto y no deben esconderse.

¿Sería eso en lo que pensaba Gabriel Orozco cuando rodó una bola de plastilina que pesaba lo mismo que él por las calles de Nueva York para que se le pegaran la mugre y las marcas del suelo?

Personalmente, me gusta mucho una idea de Albert Speer, arquitecto predilecto de Adolfo Hitler y apodado por la historia como el “nazi bueno”. En uno de sus diarios, escribe una revelación genial: también el Tercer Reich, que tendría que durar unos mil años (aunque en realidad duró poco más de diez), habría de acabarse, pero ¿cuál sería su legado? Así como a Hitler (y al propio Speer) lo inspiraron la Grecia clásica y el Egipto antiguo, alguien en el futuro podría emocionarse con los edificios caídos de la Alemania de mediados del siglo 20.

A esto le llamó “valor de ruina” y, nazismo aparte, me parece un proyecto genial: diseñar edificios que serán hermosos, aunque se caigan (y quizás lo sean más precisamente cuando se caigan).

John Ruskin, crítico inglés de arte, escribió algo similar muchos años antes: hay una belleza accidental “parasitaria” en las ruinas. 

Claro que hablamos de platos, de plastilina, de edificios, pero también la existencia humana tiene sus huellas y accidentes. Todo esto es parte de nuestra identidad, de nuestro encanto.

¡A vivir!